Se cuenta que en un pequeño pueblo vivía un sabio muy famoso,
tanto que muchos, procedentes de otras regiones venían a consultarle. Un
observador, impactado por su fama, decidió investigar cuál era su secreto y
comenzó a indagar el asunto con las personas que lo habían consultado y
encontró tres cosas:
Primero que el sabio era muy bueno para escuchar, la
gente le dijo que era un hombre de pocas palabras, que siempre los estuvo mirando
con mucha atención a su cara, como tratando de leer sus rostros y expresiones.
La segunda cosa que le dijeron es que les decía mucho
que simplificaran. Algunos le contaron que en medio de una pausa, el sabio les
decía, “Simplifique, simplifique” y al despedirse, había insistido “Y
simplifique”.
Con el fin de ir más al fondo, el investigador,
finalmente, decidió visitar al sabio y durante su entrevista descubrió la
tercera cosa: Que era sordo.
No me cabe duda de que esta historia fue inventada,
pero tiene tres enseñanzas útiles para la vida y el ministerio:
- La gente necesita que alguien los escuche.
- Al contar sus problemas, la gente los entiende mejor y a veces ellos mismos disciernen lo que deberían hacer.
- Muchos de nuestros problemas suceden porque nosotros mismos complicamos la vida y la solución consiste en simplificar.
A veces creemos que agregando actividades y añadiendo
extras al ministerio de la iglesia vamos a hacer un gran impacto, pero podría
ser al contrario, que lo que necesitamos es concentrarnos en lo más básico.
Cristo Jesús es el maestro de la simplificación, su vida era simple y su
mensaje también. Entonces ¿Por qué complicarlo?
Si ya ha probado añadiendo cosas sin resultados
favorables, pruebe simplificando, dedíquese a hacer una sola cosa, discípulos.