Desde muy temprano en mi vida
cristiana percibí que la predicación era algo de máxima importancia, por lo
tanto concluí que lo mejor que podía hacer era convertirme en un predicador de
la Palabra. Pero con los años mi modelo mental sobre la predicación ha cambiado.
Me explico.
En el primer capítulo, el evangelio
de Marcos, dice que después del encarcelamiento de Juan el bautista, Jesús comenzó a predicar: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha
acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio.”, no cabe duda que esa clase de
predicación es valiosísima.
Pero el siguiente verso
presenta a Jesús andando por el mar de Galilea y encuentra a Pedro y a Andrés,
su hermano, y los llama para hacer
de ellos pescadores de hombres. Más adelante encuentra a Jacobo y a Juan y
también los llama. En total cuatro discípulos.
Más adelante, Jesús llamo a 12
para que estuvieran todo el tiempo
con él y en Lucas 10 lo vemos instruyendo
y enviando a otros 70 discípulos, de
dos en dos. Según los datos disponibles, podemos inferir que Jesús preparó por
lo menos 82 discípulos.
¿Qué hubiera sucedido si únicamente
se hubiera dedicado a predicar? No dudo que hubiera tenido una gran audiencia. Él pudo dedicar su vida a la
exposición de temas del Antiguo Testamentos por todo Israel con éxito, pero sin
discípulos que aprendieran a vivir como él y a poner en práctica su doctrina,
su impacto se habría limitado a una impresión emocional e intelectual en la
gente, pero el discipulado impacta el carácter.
En la cultura evangélica de
hoy si un predicador tiene una audiencia de 10,000 personas cada domingo, es buen
candidato para conferencias, pero si alguien tiene uno o dos discípulos no es
tan importante. Jesús, nuestro modelo por excelencia, fue un discipulador que
también predicaba.